“La Sombra en la Fiesta”

Jonuta es un pueblo tranquilo, rodeado por los brazos caudalosos del río Usumacinta. Allí vivían Carolina y Martín junto a su pequeña hija Elena. La familia había pasado meses difíciles desde que Martín perdió su trabajo como operador en una planta procesadora de palma. Carolina tomó doble turno en una tienda del centro, mientras Martín se quedaba al cuidado de Elena. Aunque la situación era tensa, ambos intentaban mantener la calma y seguir adelante.

Todo parecía normal hasta que una tarde, mientras organizaban la fiesta de cumpleaños número seis de Elena, la niña mencionó algo que dejó helada a su madre:

—Quiero invitar a la señora bonita que visita a papá mientras tú trabajas.

Carolina sintió cómo se le congelaba el pecho. Mantuvo la compostura y preguntó:

—¿La señora bonita? ¿Cómo es ella?

—Tiene el cabello negro, largo, y siempre se ríe con papá. Me dijo que se llama Marina y que le encanta cómo huele nuestra casa.

Esa noche, Carolina apenas durmió. Martín jamás había mencionado a nadie llamada Marina. ¿Era una fantasía de Elena? ¿O algo mucho peor?

Al día siguiente, Carolina le pidió a su hija:

—Si ves a la señora Marina, dile que venga a la fiesta.

—¡Ya la invité! ¡Dijo que vendría! —respondió Elena con una sonrisa inocente.

El cumpleaños llegó. El patio de su casa estaba adornado con globos y serpentinas. Los niños corrían, reían y se empapaban de jugo de tamarindo. Carolina no dejaba de observar la entrada. Martín, por su parte, parecía ajeno, ocupado asando carne en el fogón.

De pronto, el timbre sonó. Carolina fue a abrir. Afuera no había nadie. Solo el aire cálido del río y, en el suelo, una flor blanca, marchita.

—¡Mamá, ahí está! ¡La señora Marina! —gritó Elena, señalando hacia el final del patio.

Carolina giró la cabeza. Allí, cerca del viejo árbol de zapote, una figura femenina se erguía. Era alta, de cabello negro y largo, vestida con una blusa blanca y una falda oscura. Pero lo que heló a Carolina fue su rostro: pálido, con una sonrisa rígida y ojos hundidos.

La mujer levantó una mano y saludó.

—¡Hola, Marina! —saludó Elena alegremente.

Carolina tomó a su hija del brazo y la apretó contra su pecho.

—¿Quién eres? —preguntó, con la voz temblorosa.

La mujer no respondió. Solo dio un paso atrás y, poco a poco, se desvaneció en el aire.

Martín llegó corriendo.

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritan?

—¡Esa mujer! ¿Quién es Marina? —exigió Carolina, con el corazón a punto de estallar.

—¿Marina? —repitió Martín confundido—. No conozco a nadie con ese nombre.

Pero Elena insistió:

—¡Papá habla con ella cuando mamá no está! Ella siempre dice que nuestro patio es hermoso y que tú eres muy amable.

Carolina y Martín se miraron. Algo andaba mal.

Esa noche, Martín fue al archivo histórico del pueblo. Allí descubrió algo inquietante: en esa misma casa, hacía más de treinta años, había vivido una mujer llamada Marina Contreras. Era conocida por su jardín, lleno de zapotes y orquídeas. Un día, su prometido la abandonó y, abrumada por la tristeza, se ahorcó en el zapote del patio.

Al volver a casa, Martín encontró a Carolina y Elena durmiendo en la sala. Decidieron al día siguiente buscar ayuda.

El lunes, una curandera llamada Doña Carlota recorrió el patio. Al llegar al zapote, murmuró:

—Aquí quedó atrapada. Espera compañía. Se aferra a la presencia de Martín porque le recuerda a su prometido.

Carlota realizó un ritual. Enterró una cruz de madera al pie del árbol y esparció agua bendita alrededor.

Desde entonces, la figura de Marina nunca volvió a aparecer.

Reflexión:

A veces, las heridas del pasado quedan atrapadas en los rincones más inesperados, buscando compañía en la soledad. El amor verdadero se construye en la confianza y la unidad familiar, que, incluso frente a lo inexplicable, permanece firme.

Créditos Manuel Aban

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